Pachita

“Conocí a Pachita cuando debía conocerla. Me pregun­taba en ese entonces hasta dónde debía impulsarse la individualidad. Aún más, me interrogaba acerca del sen­tido real de la individualidad y todo lo que encontraba como respuesta no me satisfacía. Al mismo tiempo, algo dentro de mí no estaba completo. Con Pachita aprendí que la individualidad se conserva aún después de la muer­te corporal, que la sensación de ser un yo mismo inde­pendiente y completo es sana y debe expandirse hasta acceder al todo, que la Unidad no se alcanza destruyen­do el yo sino transformándolo después de aceptarlo. Todo me recordaba a John Uooke quien decía que el ego debe ser amado, conocido y después olvidado. Su regalo más grande fue el entender que se es siempre y que por lo tanto es necesario respetar la vivencia de la existencia y no invalidarla.

Lo que veía en casa de Pachita desafiaba en un grado tan fundamental mis concepciones acerca del cuerpo y su importancia que después de la primera sesión de ope­raciones salí a la calle sintiéndome un espíritu y vivien­do mi cuerpo como una especie de vehículo. Las notas después de esta sesión reflejaban ese estado de ánimo:
“... mi cuerpo, mi cuerpo es sólo un instrumento, me dije a la salida de la casa de Pachita.
El mercado con las flores brillaba en esa madrugada y yo me sentía unido con todo.
Las flores son hermanitas, la tierra es hermanita, los gusanos son hermanitos, los pájaros, las víboras, los ojos.
Mi cuerpo no me pertenece, mi cuerpo es un instrumento, el espí­ritu se mueve.
Mis manos estaban rojas de la sangre vertida con el cuchillo de monte...”
En esa primera sesión de operaciones yo había visto como una mujer se aproximó a “Pachita” para acostarse en una cama improvisada hecha de tablas semirrotas y allí en medio de todos, un cuchillo de monte se introdu­jo en su vientre para sacar un tumor y transplantar algún órgano interno. Esa mujer, la primera persona que vi operar, me dejó una huella indeleble. Recuerdo que a punto de desmayarme tras ver la operación, algo en mí decidió proseguir y tomar todo con naturalidad y fuerza. ¿Qué fue y como logré no gritar de horror o salir corrien­do de allí? ¡No lo sé! Lo cierto es que a partir de cierto instante me sentí como en mi casa y lo único que desea­ba era ayudar y aprender.
Recuerdo que después de esa sesión estaba tan ham­briento que decidí ir a cenar a un restaurante. Me senté y vi que todos se me quedaban viendo. Volteé a ver mis manos y me di cuenta que estaban rojas de sangre.
El caso más extraordinario y el que me enseñó que realmente no existen límites, fue el de una niña, quien en una operación convencional había sido sobreaneste­siada, dejándole su cerebro muerto por la falta de oxíge­no. Los padres, desesperados después de ver una docena de neurólogos, dieron con Pachita y le pidieron ayuda. Pachita aceptó y la segunda operación que vi aquella primera noche, fue un trasplante de corteza cerebral en la niña sobreanestesiada.
Aquello fue demasiado difícil para mí.
Durante más de diez años me he dedicado a investigar algunos aspectos de la fisiología cerebral y aunque me considero bastante revolucionario entre mis colegas, jamás me imaginé, ni podría haber aceptado, que una parte del cerebro pudiera trasplantarse de un ser huma­no a otro. Jamás lo hubiera aceptado de no haberlo visto, pero el caso es que lo vi y eso me transformó tan profun­damente que a partir de ese momento, todas mis con­cepciones psicofisiológicas cambiaron. La niña era un “vegetal” que no se movía ni hablaba ni controlaba sus esfínteres. En esa operación, y en cuatro subsecuentes, “Pachita” cortó el cuero cabelludo con el cuchillo de monte y después abrió el hueso del cráneo usando un pedazo de sierra de plomero.
Yo veía eso y parte de mí pensaba que no era cierto y otra que era maravillosamente real.
Después “Pachita” hizo aparecer una sección de cor­teza humana, tomó un pedazo en sus manos, le lanzó su aliento y le ordenó que viviera: ¡vive!, ¡vive! le gritaba.
Después, con la ayuda del cuchillo, introdujo el peda­zo de corteza al cráneo de la niña y con una serie de movimientos extraños, lo dejó depositado allí. Por fin, la herida se cerró después de que yo fui invitado a colo­car mis manos encima de la misma. A eso se le llamaba saturar. La niña fue vendada y devuelta a sus padres.
La operación se realizó sin anestesia, sin asepcia y considerando su magnitud y seriedad, lo que se podía haber esperado como mínima reacción era una menin­gitis fulminante. En lugar de ello, la niña se presentó a los quince días para una nueva operación, sin infeccio­nes, sin haberse muerto de shock postoperatorio y con algún síntoma de mejoría. De hecho, después de cuatro operaciones similares a la descrita, yo vi a esa niña empe­zar a tener movimientos voluntarios, balbucear vocablos, quejarse de dolor y molestias y sonreír, ¡sí! ¡sonreír!
Cuando yo vi sonreír a esa niña y alcancé a compren­der los motivos de su alegría, entendí que lo más funda­mental es lo de mayor alcance espiritual, lo que cual­quiera comprende, lo que se encuentra presente en todos los niveles, lo clásico, lo que se siente como certeza y mismidad.
Era el cumpleaños de Cuauhtémoc y el recinto de las operaciones fue vestido de flores y saturado de incienso. Pachita se sentó en el centro del cuarto, respiró profun­damente y unos minutos más tarde, el saludo de Cuauh­témoc nos introdujo a un mundo mágico. En un mensaje magnífico, el Hermano nos comunicó sus deseos y su amor. En cierto momento empezó a hablar de Dios y de sus designios. La niña en su silla de ruedas estaba en el recinto acompañada de sus padres y en el instante en el que el Hermano llega a la máxima profundidad espiritual, la niña sonrió. Cada vez que Cuauhtémoc alcanzaba un nivel que yo sólo podría catalogar como de total tras­cendencia, la niña volvía a sonreír. Fuera de esos niveles, yo no notaba reacción alguna en ella. Aquello me ense­ñó lo que ya mencioné y me llenó de fe.
Una de las facetas más misteriosas de la obra era lo que acontecía con la conciencia de Pachita durante las operaciones. Recuerdo que cuando le leí el libro, la más asombrada era ella como si no recordara lo que aconte­cía en las operaciones o como si no hubiese estado en ellas. Esto último parecía lo más probable. Pachita, la conciencia de Pachita estaba ausente durante las opera­ciones. ¿Cómo explicar esto? En realidad no lo sé.
Armando y la misma Pachita decían que el espíritu de Pachita se iba de su cuerpo y que el espíritu del Herma­no lo ocupaba mientras tanto. Creo que esta última era una explicación demasiado simple para lo que verdade­ramente acontecía. Quizá, Pachita funcionaba en un nivel en el que su conciencia se conectaba con la estruc­tura más fundamental de lo que la física llama lattice y de allí extraía todo su poder.
Una muestra de este poder yo la tuve en Parral. Cuan­do llegamos a esta ciudad, una sequía la tenía sedienta durante meses. Los campos estaban secos y la gente se quejaba del calor y de la falta de agua. Pachita hizo lo mismo. Usando el peor caló, maldijo la sequía y pidió lluvia. A la media hora empezó a caer una llovizna ligera y en la noche comenzó una tormenta que no disminuiría su volumen de precipitación durante varios días.
Los ríos de Parral se empezaron a desbordar y en las calles la gente volteaba a ver el cielo y con ademanes de sorpresa y beneplácito agradecían la lluvia.
En el estado de Morelos yo había visto a Don Lucio controlar una tormenta y me había maravillado de su poder. Lo que hacía Pachita me maravillaba aún mas. ¿De dónde venía su fuerza?
De pequeña, Pachita había sido abandonada por sus padres y adoptada por un negro africano llamado Charles. Durante 14 años Charles cuidó de Pachita y le enseñó a ver las estrellas y a curar.
Después, Bárbara Guerrero (Pachita) luchó al lado de Villa, fue cabaretera, vendedora de billetes de lotería, cantaba en camiones de paso... Creo que haber vivido tantas experiencias la conectaron con lo que trascendía de todas ellas. De alguna manera, Pachita había logrado dejar atrás muchas ilusiones y eso la colocaba en un pun­to de contacto íntimo coñ la verdadera Realidad. La verdadera Realidad era lo que hacía.
Me parece que lo que he dicho no logra explicar por qué Pachita no era consciente durante las operacio­nes, a menos de aceptar que lo que nosotros conocíamos de Pachita, la personalidad que nos mostraba cotidiana­mente era una especie de matriz de relaciones aparentes que desaparecía cuando la verdadera Pachita aparecía.
Creo que Armando no estaría de acuerdo con lo ante­rior. El era el ayudante más veterano de Pachita y él mismo también se dedicaba a curar.
Sin embargo, él sí conservaba su conciencia habitual. Alguna vez me dijo que había hecho un trato con el Hermano y que este trato consistía en que a cambio de mantener su conciencia, no recibiría tanta protección como Pachita. Por eso, me confesó, -he tenido tantos daños y Pachita me ha tenido que operar tantas veces-.
Por supuesto que los daños y su significado merecen algún intento de explicación. Pachita y todo el chama­nismo mexicano distinguen entre enfermedad buena y enfermedad mala. La enfermedad buena la consideran natural y curable con medicinas convencionales. La enfermedad mala, en cambio, son los daños. Alguien tiene una envidia (me explicaba alguna vez Don Lucio) y la persona envidiada recibe una carga energética que lo enferma. Los daños son las introyecciones de los malos pensamientos de los otros, son las malas intenciones detectadas a niveles corporales.
Me parece que toda la concepción de los daños mere­ce un estudio profundo, sobre todo para entender cómo una alteración en las características del campo neuronal puede materializarse en un cuerpo.
A las materializaciones a partir de la aparente nada, Pachita las denominaba “Aportes”. De pronto, Pachita hacía una serie de movimientos extraños con las manos y sin que previamente hubiera un objeto, algo aparecía en la palma de su mano. Estas materializaciones eran cotidianas y parte normal de las sesiones. La física actual también ha observado algo similar en la súbita aparición de partículas elementales a partir de la lattice. Creo que el cerebro de Pachita era capaz de alterar la morfología del espacio y eso se manifestaba como una súbita mate­rialización de un objeto.
A mí me dio un aporte que describo en uno de los capítulos de este libro. Por supuesto que la explicación que he ofrecido no dice nada acerca de la especificidad de los aportes. Yo recibí un pequeño óleo pintado por un artista chino llamado Flo; Memo, un hijo de Pachita, una medalla de oro con los símbolos de las doce tribus de Israel; Armando, algo diferente. ¿De dónde provenían esas formas materializadas y cómo surgían tan perfectas e impecables? ¡No lo sé!
Pachita se consideraba miembro de la tribu perdida de Israel. En realidad, históricamente las doce tribus de Israel se dividieron hace miles de años. Diez tribus aban­donaron el territorio de Israel. De esta forma, se puede hablar de la existencia de diez tribus perdidas de Israel. Pachita aseguraba pertenecer a una de ellas.
No puedo añadir nada más porque nunca hablé con Pachita acerca de ello.
Los pacientes que iban a ser operados, se sometían a la ingestión pre-operatoria de una serie de medicinas provenientes de otras tantas hierbas naturales. Memo ayudaba en la confección de las mismas y alguna vez me explicó cómo las preparaban. En las consultas, estas hierbas eran recetadas. Su variedad era extraordinaria lo mismo que las formas en las que se preparaban. Recuer­do que a los pacientes diabéticos Pachita les recomenda­ba tomar un vaso de agua con clavos oxidados (solamen­te el agua por supuesto). Algunos de estos remedios los describo en el libro, por lo que allí refiero al lector inte­resado.
En las primeras sesiones, yo no distinguía o más bien no aceptaba que el Hermano y no Pachita operaba. Por supuesto, el cuerpo de Pachita no desaparecía durante las operaciones, lo que se transformaba era su personali­dad. Yo estaba acostumbrado a meditar y sabía que una etapa de la meditación se caracteriza por un estado de apertura hacia contenidos inconscientes. Cuando se llega allí, se reciben mensajes y se vislumbra la existencia de un estado de conocimiento puro y alejado de convencio­nalismos. Todo ello se experimenta y se vive como algo maravilloso, pero se siente que pertenece al uno mismo, que el yo no desaparece y otra entidad ocupa el cuerpo.
¡No, eso no se experimenta! Más bien la sensación es la de estar en contacto con otro nivel de uno mismo. Para Pachita y para Armando, una transformación simi­lar indicaba la entrada de otra entidad, el abandono del cuerpo por el uno mismo y la ocupación del mismo cuer­po por otro ser. Yo no podía creer eso y me resistí a aceptar la transformación que veía en la personalidad de Pachita como señal de la desaparición de Pachita y la aparición del hermano Cuauhtemoc. Más bien, suponía que Pachita se introducía a un nivel de sí misma extraor­dinariamente poderoso y diferente al de su yo normal, pero era ella misma transformada y no otro ser ocupan­do su cuerpo.
Al terminar la primera sesión de operaciones, acom­pañé a una de las ayudantes de Pachita a su casa. Platica­mos durante el trayecto:
Mi hija no podía respirar, escupía sangre y no había nada que hacer. La llevé con el Hermano, le sacó los pulmones, materializó unos pulmones nuevos y se los injertó. Sólo se me ocurrió preguntarle si había podido respirar entre la extracción y el injerto.
- ¿Pudo respirar?
La mujer se rió y me dijo que habían sido unos pocos segundos de intervalo entre una y otra maniobra...
Recuerdo que yo estuve a punto de decirle que no era el Hermano el que había hecho aquello sino la misma Pachita en otro nivel de conciencia pero me contuve. ¿Quién era yo después de todo para afirmar algo así? Jamás en ninguna meditación había yo llegado a un nivel en el que pudiera trasplantar unos pulmones. ¿Cómo podía yo saber si en verdad Cuauhtémoc existía y era capaz realmente de ocupar el cuerpo de Pachita?
A partir de ese momento decidí no juzgar y simple­mente aceptar lo que veía y oía.
Pero no era fácil. Yo pensaba que la Unidad existía y que la individualidad debía desaparecer para lograr la Unidad y he aquí que si Cuauhtémoc era una entidad individualizada, entonces la individualidad no desapare­cía. El intento de equilibrar mi concepto de Unidad con el de individualidad me llevó a una etapa de confusión de la que salí cuando meses después de la muerte de Pachita conocí a los Sufis.
“Un maestro Sufi hablaba con Dios:
Dios, le decía, muéstrame tu presencia sin el velo de tus atributos.
Dios le contestaba con una nega­tiva
¡NO!
El Sufi le rogaba:
¡Te lo suplico! Dios le decía:
¡NO!, porque no podrás resistir la soledad de mi divina unidad.
El Sufi emocionado replicaba:
¡Pero si eso es precisamente lo que deseo, llegar a la
Unidad!
Pues bien, Dios accedía, sabe entonces que tú eres aquello. .”
¡Tú eres aquello! Esa respuesta me convenció de la ausencia de una real dicotomía. En la Unidad, la expe­riencia de existencia persiste. En la Unidad se llega al “uno mismo’’ que es idéntico para todos.
No intento invalidar la existencia del Hermano. Sim­plemente describo lo que vi sin negar experiencias y sin someter las vivencias a juicios críticos reduccionistas. Por ello, hablo de Cuauhtémoc y de Pachita y de Ar­mando y de mí mismo como seres diferentes uno del otro, cuando en realidad todos somos un mismo y único Ser.
Durante toda mi experiencia al lado de Pachita, cog­niciones interesantes aparecieron en mi mente. Las he compilado y algunas de ellas las reproduzco al final de este libro. Las he titulado MURMULLOS DEL SILENCIO aparecieron en momento de silencio conceptual y de gran paz. Aunque no relatan incidentes y aparentemente no están relacionadas con el resto de la obra, creo que su inclusión está justificada por haber aparecido durante mi colaboración con Pachita y porque enriquecen el texto.
Aunque en ocasiones la tentación casi traicionó mi prudencia, no he querido retocar los capítulos que ya estaban escritosni tampoco añadir nuevas descripciones. Creo que haberlo hecho atentaría en contra de la frescu­ra del texto. Una posible desventaja, sin embargo, es que algunas frases pudieron mejorar con una corrección o una, descripción clarificarse usando el mismo procedi­miento. Espero que el lector disculpe tales faltas y apre­cie la frescura original. Esta última (cuando existe) resul­ta de haber escrito mis experiencias el mismo o el si­guiente día después de las sesiones. Algo en mí mismo se comprometió a escribir con la mayor cantidad de deta­lles y eso sólo era posible hacerlo con un intervalo míni­mo entre la experiencia y la descripción de la misma. Sin embargo, confieso que mis propias carencias son un lí­mite insalvable y que jamás pude describir todo lo que yo deseaba. Espero que lo descrito sea suficiente para que el lector sienta el carácter y la atmósfera de la obra de Pachita y del Hermano.
Mis antecedentes como psicofisiólogo están incluidos en algunos capítulos y secciones. Quiero decir con lo anterior que en algunas partes me introduzco en tecni­cismos y explicaciones fisiológicas que quizá sólo sean entendibles para el especialista. Creo que tengo algún derecho de incluir mi propia visión de esta obra y por ello me he atrevido a no suprimir las partes del libro con sabor fisiológico.
Han transcurrido años desde que viví las experiencias con Pachita y siento que no soy el mismo que era antes de conocer a esa maravillosa mujer. Su amor hacia todos sus pacientes era ejemplar, su entrega a la obra de curar­los total y su buen humor y frescura hacían especial­mente deliciosas las ocasiones en las que tuve oportuni­dad de acompañarla. En verdad, la extraño y la recuerdo mucho.
Considero que este libro es una continuación de la obra iniciada por Pachita y su heredad. Ojalá que el que lo lea impulse su amor al prójimo, a sí mismo y a Dios.”
"Los Chamanes de México, Volumen III PACHITA": Presentación; Jacobo Grinberg-Zylberbaum
















Video sobre Enrique Ugalde "El hermanito" hijo de Pachita
Documental en frances, con extensas entrevistas en español. Valioso testimonio sobre Pachita y "el Hermanito", Cuauhtemoc.


“De pie a su lado vi, después de verter allí clara de huevo, co­mo hundía el dedo índice, que tenía una larga uña pintada con laca roja, en el ojo de un ciego. La vi cambiar el corazón a un paciente, al que pareció abrirle el pecho con un solo tajo, haciendo saltar un chorro de sangre que me manchó la cara. Pachita me obligó a meter la mano en la herida para que palpara la carne desgarrada. (Cuando le conté a Guillermo que la sentí fría como un bistec crudo, me dijo que era porque el Hermano realizaba esos trabajos en una dimensión astral, dis­tinta a la nuestra.) Sentí llegar a ese hueco el nuevo corazón, al parecer comprado con anterioridad por Enrique, no se sabía a quién ni dónde, quizás a un empleado corrupto de la morgue. La masa muscular se había implantado en el enfermo de for­ma mágica. Este fenómeno se repetía en cada operación. Pa­chita tomaba un trozo de intestino que, no bien lo colocaba so­bre el «operado», desaparecía en su interior. La vi abrir una cabeza, sacar sesos cancerosos y meter allí nuevo tejido encefá­lico. Esa ilusión táctil y óptica, si ilusión era, iba acompañada de efectos olfativos, el olor de la sangre, la hediondez de los cánceres y daños.., y de efectos auditivos: el ruido acuoso de las vísceras, o el resonar de los huesos cortados por una sierra de carpintero. A la tercera operación, todo comenzó a parecerme natural. Estábamos en otro mundo. Un mundo en el que las le­yes naturales eran abolidas. Si se trataba de hacer una transfu­sión porque el paciente se estaba desangrando, el Hermano metía el extremo de un tubo en su propia boca y el otro extre­mo en un agujero del brazo y comenzaba a escupir litros de lí­quido rojizo. En dos ocasiones vi cómo se transformaba el da­ño en una especie de animal que parecía resoplar y mover excrecencias como patas. A las doce de la noche, alucinado, cubierto de sangre, regresé a mi casa. Ya nunca más el mundo sería igual. Había visto por fin a un ser superior ejecutando mi­lagros, falsos o verdaderos.”
"La danza de la realidad": Alejandro Jodorowsky