En todas las edades los hombres han procurado congregar la suma del conocimiento y la experiencia de su época, en un solo todo que pudiera explicar sus relaciones con el universo y sus posibilidades en él. En la forma ordinaria nunca pudieron lograrlo. Porque la unidad de las cosas no se reconoce por la mente ordinaria, en el estado ordinario de conciencia. La mente ordinaria, refractada por las innúmeras y contradictorias insinuaciones de los diferentes aspectos de la naturaleza humana, debe reflejar el mundo tan vario y confuso como el hombre mismo. Una unidad, un modelo, un significado que todo lo abarca —si es que existe— sólo podría discernirse o experimentarse en un estado de conciencia diferente. Únicamente sería esto realizable por una mente que se hubiera unificado a sí misma.
¿Qué unidad, por ejemplo, podría percibir aún el más brillante de los físicos, filósofos, teólogos, que mientras cabalga distraído sobre un banquillo, se enoja de quedar chasqueado, no se da cuenta cuando irrita a su mujer y, en general, está sometido a la trivial ceguera cotidiana de la mente ordinaria y cuyo trabajo hace con habitual falta de atención? Cualquier unidad que alcance en tal estado puede existir sólo en su imaginación.
Por esto, la tentativa para reunir en un solo haz el conocimiento se ha conectado siempre con la búsqueda de un nuevo estado de con ciencia. Aquélla carece de significado y es fútil, apartada de esta búsqueda.
Quizá aún podría decirse que los pocos intentos que han tenido éxito y que han llegado hasta nosotros, presentan los signos de ser única mente productos secundarios de dicha búsqueda, cuando ésta resultó exitoso. Los únicos convincentes ‘modelos del universo’ en existencia son aquéllos dejados por hombres que, con toda evidencia, lograron una relación completamente diferente con el mundo y la conciencia de él, de aquélla que atañe a la experiencia ordinaria.
Porque estos verdaderos ‘modelos del universo’ no solamente deben presentar la forma interna y la estructura de este universo sino que, también deben revelar la relación del hombre, con aquél y sus destinos presente y posible en el mismo. En este sentido, algunas de las catedrales góticas son modelos completos del universo, en tanto que un planetario moderno, no obstante toda su belleza, todo el conocimiento y toda su exactitud, no lo es. Porque este último omite por completo al hombre.
La diferencia, naturalmente, reside en el hecho de que las catedrales fueron diseñadas –directa o indirectamente- por hombres que pertenecían a escuelas para el logro de estados de conciencia más elevados y tenían la ventaja de la experiencia adquirida en estas escuelas, mientras que los diseñadores de los planetarios son científicos y técnicos que, aunque inteligentes y calificados suficientemente en su especialidad, no pueden pretender un conocimiento particular de las potencialidades de la máquina humana con que tienen que trabajar.
Concretamente, si poseemos determinadas claves para su interpretación, el hecho más sorprendente respecto a estos antiguos modelos del universo, que surgen en edades, continentes y culturas muy separadas entre sí, es precisamente su semejanza, tan profunda ésta que se podría hacer una muy buena defensa de la idea de que una conciencia superior revela siempre la misma verdad, basándose únicamente en el estudio comparativo de ciertos modelos del universo existentes y que parecen derivarse de aquélla –por ejemplo, la catedral del Chartres, la Gran Esfinge, el Nuevo Testamento, la Divina Comedia o, por otro lado, determinados diagramas cósmicos legados por los alquimistas del siglo XVII, los diseñadores de las barajas del Tarot y los pintores de algunos íconos rusos y de estandartes tibetanos.
Por supuestos, una de las dificultades principales en el camino de este estudio comparativo radica en el hecho de que todos esos modelos se expresan en lenguajes diferentes y en que, para la mente ordinaria impreparada, un lenguaje diferente implica una verdad diferente. De hecho, esta es una ilusión característica del estado ordinario del hombre.
Por el contrario, hasta un pequeño mejoramiento de su percepción revela que el mismo lenguaje, la misma formulación, puede encerrar conceptos diametralmente opuestos, en tanto que lenguajes y formulaciones que a primera vista nada tienen en común pueden, de hecho referir la misma cosa. Por ejemplo, mientras que las palabras honor, amor, democracia se usan universalmente, es casi imposible encontrar dos personas que les atribuyan el mismo significado. Es decir, pues los usos diferentes de la misma palabra pueden ser no comparables. Por otro lado –parecerá éste un pensamiento extraño– la catedral de Chartres, un mazo de barajas del Tarot y ciertas deidades tibetanas profusamente armadas y multicéfalas son, de hecho formulaciones de exactamente las mismas ideas; esto es, son exactamente comparables.
Se hace, así, necesario considerar en este punto la cuestión del lenguaje en relación con la construcción de un modelo del universo, el delineamiento de un esquema de unidad. Fundamentalmente, el lenguaje o forma de expresión se divide según que interese a una u otra de las funciones del hombre, familiares o potenciales. Por ejemplo, una idea determinada puede expresarse en lenguaje filosófico o científico, apelando a la función intelectual del hombre: puede expresársela en lenguaje religioso o poético, que apela a su función emocional; expresen ritos o en danzas que interesan a su función motriz; y, toda vía, puede expresársela en olores o en actitudes físicas que apelan a su fisiología instintiva.
Naturalmente, los mejores ‘modelos del universo’ creados por las escuelas en el pasado, aspiraban a combinar las formulaciones de lo que deseaban expresar, en muchos lenguajes, de modo de afectar a muchas o a todas las funciones al mismo tiempo y, así, contrarrestar en parte la contradicción entre los diferentes aspectos de la naturaleza del hombre, a que ya nos referimos. En la catedral, por ejemplo, se combinaron con todo éxito los lenguajes de la poesía, de las actitudes, del ritual, de la música, del olor, el arte y la arquitectura; y algo semejante parece que se había hecho en las representaciones teatrales de los misterios de Eleusis. En otros casos más, en la Gran Pirámide por ejemplo, parece que el lenguaje de la arquitectura se ha usado no sólo en el simbolismo de su forma, sino con el objeto de crear en la persona que atraviesa la construcción en un determinado sentido, series bastante definidas de choques e impresiones emocionales, las cuales tenían significaciones diferentes por sí mismas y que estaban calculadas para revelar la naturaleza real de la persona que los soportaba.
Todo esto se refiere al uso objetivo del lenguaje —esto es, el uso de un lenguaje definido para evocar una idea definida con conocimiento previo del efecto que se creará, de la función que será afectada y del tipo de persona que responderá a aquél. Tenemos nuevamente que admitir que tal empleo objetivo del lenguaje no se conoce de ordinario —excepto, tal vez, en la forma elemental de la publicidad comercial—, y que su uso más alto puede derivarse, directa o indirecta mente, del conocimiento adquirido en estados de conciencia más elevados.
Además de estos lenguajes reconocibles por los hombres, mediante sus funciones ordinarias, hay otras formas de lenguaje que proceden y que apelan a funciones supra-normales, esto es, funciones que pueden desarrollarse en el hombre, pero de las que ordinariamente no disfruta. Por ejemplo, hay el lenguaje de una función emocional más alta, en el que la formulación tiene el poder de evocar un enorme número de significados sean ya simultáneos o ya sucesivos. Algunas de las más exquisitas poesías, inolvidables en verdad y que –aunque cada vez revelan algo nuevo– nunca pueden comprenderse por completo, pueden pertenecer a esta categoría. Con más evidencia aún, los Evangelios se han suscrito en este lenguaje y, por esta razón, cada uno de sus versículos evoca a un centenar de hombres, un centenar diferente y jamás contradictorio de significados,
En el lenguaje de una función emocional más alta y, en particular, en la función intelectual superior, los símbolos desempeñan papel muy importante. Se basan éstos en la comprensión de verdaderas analogías entre uno y otro cosmos, en las que una forma, función o ley de un cosmos utilizan para sugerir formas, funciones y leyes correspondientes en otros cosmos.
Esta comprensión pertenece exclusivamente a una función superior o potencial del hombre y debe producir siempre una sensación de confusión y hasta de frustramiento cuando se la quiere alcanzar con las funciones ordinarias, tal como es el pensamiento lógico.
Empero, grados más elevados de lenguaje emocional no requieren de expresión externa alguna y, por lo mismo no pueden ser mal interpretadas
Esta digresión acerca del lenguaje es necesaria al final de explicar en parte la forma del presente libro. Porque éste, también debemos admitirlo, pretende ser un modelo del universo –esto es, un conjunto o un diseño del conocimiento de que disponemos, dispuesto en forma de demostrar un todo o una unidad cósmica
Está, ciertamente, envuelto en el ropaje del lenguaje científico y, por ello, se dirige primordialmente a la función intelectual y a la gente en quien predomina dicha función. En verdad, el autor reconoce bien que este lenguaje es el más lento, el más fatigoso y, en algunos sentidos, el más difícil de seguir de todos los lenguajes. El de la poesía, los mitos y los cuentos de hadas, por ejemplo, penetraría más hondamente y puede llevar las ideas con mucha más fuerza y fluidez al entendimiento emocional del lector.
Quizás, después, sea posible un intento en esta dirección
Al mismo tiempo, el lector acostumbrado al lenguaje y el pensamiento científicos encontrará dificultades. El uso libre que se hace de la analogía en todo el libro, podrá parecerle una incongruencia. Y, para su provecho, es mejor hacer aquí una explicación lo más completa posible y un franco reconocimiento por adelantado de los defectos de este método.
Dos caminos tiene el hombre para estudiar el universo. El primero es por inducción: examina el fenómeno, lo clasifica y, luego, intenta inferir leyes y principios de aquéllos. Es éste el método generalmente empleado por la ciencia, El segundo es por deducción: habiéndose percibido o revelado o descubierto determinadas leyes generales y principios, intenta deducir la aplicación de esas leyes a varios estudios especiales y a la vida. Este es el método generalmente utilizado por la religión. El primero comienza con “hechos” y procura elevarse a las “leyes”. El segundo comienza con ‘leyes” y procura descender a los “hechos”.
Estos dos métodos, de hecho, corresponden al trabajo de dos funciones humanas diferentes. El primero es el método de la mente lógica ordinaria, que permanentemente está a nuestro alcance. El segundo se deriva de una función potencial del hombre, la que de ordinario está inactiva por falta de energía nerviosa de intensidad suficiente y que podemos llamar una función mental superior. Esta función, en las raras ocasiones que actúa, revela al hombre leyes en acción, ve todo el mundo fenoménico como producto de las leyes.
Todas las formulaciones verídicas de las leyes universales proceden, reciente o remotamente, del trabajo de esta función superior en algún lugar y en algún hombre. Al mismo tiempo, en la aplicación y comprensión de las leyes reveladas en grandes trechos de tiempo y de cultura, cuando tal revelación no está a su alcance, el hombre tiene que apoyarse en la mente lógica ordinaria.
Esto, de hecho, se reconoce hoy día aún en el pensamiento científico. En su “Nature of the Universe” (Naturaleza del Universo) (1950), Fred Hoyle escribe: “El procedimiento en todas las ramas de la ciencia física, sea la teoría de la gravedad de Newton, la teoría electromagnética de Maxwell, la teoría de la relatividad de Einstein o la teoría del quan tum, es el mismo en su raíz. Se compone d dos pasos. El primero es suponer, por alguna suerte de inspiración, un conjunto de ecuaciones matemáticas. El segundo es asociar los símbolos empleados en las ecuaciones con cantidades físicas mensurables“.
La diferencia entre el trabajo de estas dos mentes no podría haberse expresado mejor.
Pero es aquí donde surge la gran incertidumbre de la humana comprensión. Porque estas dos mentes nunca pueden entenderse de ordinario entre si. Hay entre ellas una diferencia de velocidad demasiado considerable. Del modo como es imposible que se comuniquen un peón que se afana al lado del camino con una carga de leña y una automóvil que cruza velozmente a ochenta millas por hora, debido a la diferencia de velocidad, así es de ordinario imposible la comunicación entre la mente lógica y una mente superior, por la misma razón. A la mente lógica las huellas dejadas por la mente superior parecerán arbitrarias, supersticiosas, ilógicas, no probadas. Para la mente superior, el trabajo de la mente lógica parecerá pesado, innecesario y olvidado del asunto fundamental
De modo ordinario esta dificultad se subsana manteniendo separados estos dos métodos, a los que se les da diferentes nombres y campos de acción diferentes. Los libros de religión o los de matemáticas superiores, que tratan de leyes y principios, abstienen de emplear el método inductivo. Los de ciencia, que tratan de acumulaciones de hechos observados, se abstienen de presumir leyes por adelantado. Y como son gentes diferentes quienes escriben y leen los libros de una u otra clase, o las mismas gentes leen de ambas clases pero con partes bastantes separadas de su mente, se arreglan estos dos métodos para existir juntos sin demasiadas fricciones entre si.
Empero, en el presente libro se emplean simultáneamente ambos métodos. Determinados grandes principios y leyes del universo, que se encontraron su expresión en diferentes países y en todas las edades, y que de tiempo en tiempo, son redescubiertos por hombres individuales a través del trabajo momentáneo de una función superior, reciben franco crédito. De éstos se hacen deducciones que descienden al mundo fenoménico ordinariamente accesible a nosotros, principalmente por medio del método analógico. Al mismo tiempo, se hace un intento para estudiar y clasificar los hechos y fenómenos que nos rodean y, por inferencia, ordenarlos de modo que las clasificaciones conduzcan en ascenso hacia las leyes abstractas que descienden, a su vez, desde arriba.
De hecho –por la razón precedente, que deriva de las diferentes funciones con velocidades ampliamente diferentes— nunca se encuentran los dos métodos. Entre las deducciones admisibles de las leyes generales y las inferencia admisibles de los hechos, queda siempre una zona invisible, donde ambas debieran y deben unirse, pero en la que tal unión Continúa siempre improbada y sin verse.
Por estas razones, el autor estará preparado a admitir que el plan del presente libro —que procura reconciliar los dos métodos— es irrealizable. Se da cuenta cabalmente que una tentativa de esta clase en vuelve inevitablemente una especie de juego de manos, casi una trampa. Y, también, se da cuenta de que este malabarismo no engaña en forma alguna al científico profesional, exclusivamente ligado al método lógico.
Al mismo tiempo está convencido, por una parte, de que la ciencia de la actualidad, sin principios, se encamina hacia una especulación y un materialismo cada vez más obtusos; y, por otra, que los principios religiosos o filosóficos, sin coordinarse con el conocimiento científico que caracteriza a nuestra edad, pueden por hoy sólo concitar el interés de una minoría. Esta convicción le persuade a asumir el riesgo. Quienes utilizan el método lógico exclusivamente, jamás estarán satisfechos con los argumentos brindados; los cuales —admitámoslo— adolecen de vacíos y tachas lógicos. Por otro lado, para quienes están dispuestos a aceptar ambos métodos, esperamos presentar pruebas suficientes que hagan posible que cada lector intente salvar la brecha entre el mundo de los hechos cuotidianos y- el de las grandes leyes — por sí mismo.
Tarea no es ésta que pueda jamás realizarse en un libro cualquiera, ni sería el mayor número de hechos o mayor suma de c tos, de ordinario disponibles a la ciencia sea en el presente o en el futuro, los que pudieran hacerla posible. Más, con ayuda y esfuerzo, pueden realizarse por cada individuo a su propia satisfacción.
Entretanto, respecto al hombre ordinario interesado en su propio destino pero no especialmente en la ciencia, puede decirse solamente, con examen más cuidadoso, que tal vez encontrará que este libro no es tan ‘científico’ como a primera vista parece. El lenguaje científico es el de moda, es la lengua obligatoria hoy en día, así como el lenguaje de la psicología era el de moda hace unos treinta años, el lenguaje pasional el de moda en los tiempos isabelinos y el lenguaje de la religión era el de moda en la Edad Media. Cuando la gente es inducida a comprar pasta dental o cigarrillos mediante argumentos y explicaciones pseudocientificas, evidentemente corresponde esto en alguna forma a la mentalidad de la época. Luego las verdades deben, también expresarse científicamente.
Al mismo tiempo, no se sugiere con esto que el lenguaje científico empleado es una desfiguración, una simulación o una falsificación. Las explicaciones que se dan, hasta donde ha sido posible verificarlas, son correctas y corresponden a la realidad de los hechos. Lo que se afirma es que los principios utilizados con igual corrección podrían aplicarse a cualesquiera otras formas de la experiencia humana, con resultados de igual o mayor interés. Y que son estos principios los importantes, más bien que las ciencias a las que se los aplica.
¿Qué unidad, por ejemplo, podría percibir aún el más brillante de los físicos, filósofos, teólogos, que mientras cabalga distraído sobre un banquillo, se enoja de quedar chasqueado, no se da cuenta cuando irrita a su mujer y, en general, está sometido a la trivial ceguera cotidiana de la mente ordinaria y cuyo trabajo hace con habitual falta de atención? Cualquier unidad que alcance en tal estado puede existir sólo en su imaginación.
Por esto, la tentativa para reunir en un solo haz el conocimiento se ha conectado siempre con la búsqueda de un nuevo estado de con ciencia. Aquélla carece de significado y es fútil, apartada de esta búsqueda.
Quizá aún podría decirse que los pocos intentos que han tenido éxito y que han llegado hasta nosotros, presentan los signos de ser única mente productos secundarios de dicha búsqueda, cuando ésta resultó exitoso. Los únicos convincentes ‘modelos del universo’ en existencia son aquéllos dejados por hombres que, con toda evidencia, lograron una relación completamente diferente con el mundo y la conciencia de él, de aquélla que atañe a la experiencia ordinaria.
Porque estos verdaderos ‘modelos del universo’ no solamente deben presentar la forma interna y la estructura de este universo sino que, también deben revelar la relación del hombre, con aquél y sus destinos presente y posible en el mismo. En este sentido, algunas de las catedrales góticas son modelos completos del universo, en tanto que un planetario moderno, no obstante toda su belleza, todo el conocimiento y toda su exactitud, no lo es. Porque este último omite por completo al hombre.
La diferencia, naturalmente, reside en el hecho de que las catedrales fueron diseñadas –directa o indirectamente- por hombres que pertenecían a escuelas para el logro de estados de conciencia más elevados y tenían la ventaja de la experiencia adquirida en estas escuelas, mientras que los diseñadores de los planetarios son científicos y técnicos que, aunque inteligentes y calificados suficientemente en su especialidad, no pueden pretender un conocimiento particular de las potencialidades de la máquina humana con que tienen que trabajar.
Concretamente, si poseemos determinadas claves para su interpretación, el hecho más sorprendente respecto a estos antiguos modelos del universo, que surgen en edades, continentes y culturas muy separadas entre sí, es precisamente su semejanza, tan profunda ésta que se podría hacer una muy buena defensa de la idea de que una conciencia superior revela siempre la misma verdad, basándose únicamente en el estudio comparativo de ciertos modelos del universo existentes y que parecen derivarse de aquélla –por ejemplo, la catedral del Chartres, la Gran Esfinge, el Nuevo Testamento, la Divina Comedia o, por otro lado, determinados diagramas cósmicos legados por los alquimistas del siglo XVII, los diseñadores de las barajas del Tarot y los pintores de algunos íconos rusos y de estandartes tibetanos.
Por supuestos, una de las dificultades principales en el camino de este estudio comparativo radica en el hecho de que todos esos modelos se expresan en lenguajes diferentes y en que, para la mente ordinaria impreparada, un lenguaje diferente implica una verdad diferente. De hecho, esta es una ilusión característica del estado ordinario del hombre.
Por el contrario, hasta un pequeño mejoramiento de su percepción revela que el mismo lenguaje, la misma formulación, puede encerrar conceptos diametralmente opuestos, en tanto que lenguajes y formulaciones que a primera vista nada tienen en común pueden, de hecho referir la misma cosa. Por ejemplo, mientras que las palabras honor, amor, democracia se usan universalmente, es casi imposible encontrar dos personas que les atribuyan el mismo significado. Es decir, pues los usos diferentes de la misma palabra pueden ser no comparables. Por otro lado –parecerá éste un pensamiento extraño– la catedral de Chartres, un mazo de barajas del Tarot y ciertas deidades tibetanas profusamente armadas y multicéfalas son, de hecho formulaciones de exactamente las mismas ideas; esto es, son exactamente comparables.
Se hace, así, necesario considerar en este punto la cuestión del lenguaje en relación con la construcción de un modelo del universo, el delineamiento de un esquema de unidad. Fundamentalmente, el lenguaje o forma de expresión se divide según que interese a una u otra de las funciones del hombre, familiares o potenciales. Por ejemplo, una idea determinada puede expresarse en lenguaje filosófico o científico, apelando a la función intelectual del hombre: puede expresársela en lenguaje religioso o poético, que apela a su función emocional; expresen ritos o en danzas que interesan a su función motriz; y, toda vía, puede expresársela en olores o en actitudes físicas que apelan a su fisiología instintiva.
Naturalmente, los mejores ‘modelos del universo’ creados por las escuelas en el pasado, aspiraban a combinar las formulaciones de lo que deseaban expresar, en muchos lenguajes, de modo de afectar a muchas o a todas las funciones al mismo tiempo y, así, contrarrestar en parte la contradicción entre los diferentes aspectos de la naturaleza del hombre, a que ya nos referimos. En la catedral, por ejemplo, se combinaron con todo éxito los lenguajes de la poesía, de las actitudes, del ritual, de la música, del olor, el arte y la arquitectura; y algo semejante parece que se había hecho en las representaciones teatrales de los misterios de Eleusis. En otros casos más, en la Gran Pirámide por ejemplo, parece que el lenguaje de la arquitectura se ha usado no sólo en el simbolismo de su forma, sino con el objeto de crear en la persona que atraviesa la construcción en un determinado sentido, series bastante definidas de choques e impresiones emocionales, las cuales tenían significaciones diferentes por sí mismas y que estaban calculadas para revelar la naturaleza real de la persona que los soportaba.
Todo esto se refiere al uso objetivo del lenguaje —esto es, el uso de un lenguaje definido para evocar una idea definida con conocimiento previo del efecto que se creará, de la función que será afectada y del tipo de persona que responderá a aquél. Tenemos nuevamente que admitir que tal empleo objetivo del lenguaje no se conoce de ordinario —excepto, tal vez, en la forma elemental de la publicidad comercial—, y que su uso más alto puede derivarse, directa o indirecta mente, del conocimiento adquirido en estados de conciencia más elevados.
Además de estos lenguajes reconocibles por los hombres, mediante sus funciones ordinarias, hay otras formas de lenguaje que proceden y que apelan a funciones supra-normales, esto es, funciones que pueden desarrollarse en el hombre, pero de las que ordinariamente no disfruta. Por ejemplo, hay el lenguaje de una función emocional más alta, en el que la formulación tiene el poder de evocar un enorme número de significados sean ya simultáneos o ya sucesivos. Algunas de las más exquisitas poesías, inolvidables en verdad y que –aunque cada vez revelan algo nuevo– nunca pueden comprenderse por completo, pueden pertenecer a esta categoría. Con más evidencia aún, los Evangelios se han suscrito en este lenguaje y, por esta razón, cada uno de sus versículos evoca a un centenar de hombres, un centenar diferente y jamás contradictorio de significados,
En el lenguaje de una función emocional más alta y, en particular, en la función intelectual superior, los símbolos desempeñan papel muy importante. Se basan éstos en la comprensión de verdaderas analogías entre uno y otro cosmos, en las que una forma, función o ley de un cosmos utilizan para sugerir formas, funciones y leyes correspondientes en otros cosmos.
Esta comprensión pertenece exclusivamente a una función superior o potencial del hombre y debe producir siempre una sensación de confusión y hasta de frustramiento cuando se la quiere alcanzar con las funciones ordinarias, tal como es el pensamiento lógico.
Empero, grados más elevados de lenguaje emocional no requieren de expresión externa alguna y, por lo mismo no pueden ser mal interpretadas
Esta digresión acerca del lenguaje es necesaria al final de explicar en parte la forma del presente libro. Porque éste, también debemos admitirlo, pretende ser un modelo del universo –esto es, un conjunto o un diseño del conocimiento de que disponemos, dispuesto en forma de demostrar un todo o una unidad cósmica
Está, ciertamente, envuelto en el ropaje del lenguaje científico y, por ello, se dirige primordialmente a la función intelectual y a la gente en quien predomina dicha función. En verdad, el autor reconoce bien que este lenguaje es el más lento, el más fatigoso y, en algunos sentidos, el más difícil de seguir de todos los lenguajes. El de la poesía, los mitos y los cuentos de hadas, por ejemplo, penetraría más hondamente y puede llevar las ideas con mucha más fuerza y fluidez al entendimiento emocional del lector.
Quizás, después, sea posible un intento en esta dirección
Al mismo tiempo, el lector acostumbrado al lenguaje y el pensamiento científicos encontrará dificultades. El uso libre que se hace de la analogía en todo el libro, podrá parecerle una incongruencia. Y, para su provecho, es mejor hacer aquí una explicación lo más completa posible y un franco reconocimiento por adelantado de los defectos de este método.
Dos caminos tiene el hombre para estudiar el universo. El primero es por inducción: examina el fenómeno, lo clasifica y, luego, intenta inferir leyes y principios de aquéllos. Es éste el método generalmente empleado por la ciencia, El segundo es por deducción: habiéndose percibido o revelado o descubierto determinadas leyes generales y principios, intenta deducir la aplicación de esas leyes a varios estudios especiales y a la vida. Este es el método generalmente utilizado por la religión. El primero comienza con “hechos” y procura elevarse a las “leyes”. El segundo comienza con ‘leyes” y procura descender a los “hechos”.
Estos dos métodos, de hecho, corresponden al trabajo de dos funciones humanas diferentes. El primero es el método de la mente lógica ordinaria, que permanentemente está a nuestro alcance. El segundo se deriva de una función potencial del hombre, la que de ordinario está inactiva por falta de energía nerviosa de intensidad suficiente y que podemos llamar una función mental superior. Esta función, en las raras ocasiones que actúa, revela al hombre leyes en acción, ve todo el mundo fenoménico como producto de las leyes.
Todas las formulaciones verídicas de las leyes universales proceden, reciente o remotamente, del trabajo de esta función superior en algún lugar y en algún hombre. Al mismo tiempo, en la aplicación y comprensión de las leyes reveladas en grandes trechos de tiempo y de cultura, cuando tal revelación no está a su alcance, el hombre tiene que apoyarse en la mente lógica ordinaria.
Esto, de hecho, se reconoce hoy día aún en el pensamiento científico. En su “Nature of the Universe” (Naturaleza del Universo) (1950), Fred Hoyle escribe: “El procedimiento en todas las ramas de la ciencia física, sea la teoría de la gravedad de Newton, la teoría electromagnética de Maxwell, la teoría de la relatividad de Einstein o la teoría del quan tum, es el mismo en su raíz. Se compone d dos pasos. El primero es suponer, por alguna suerte de inspiración, un conjunto de ecuaciones matemáticas. El segundo es asociar los símbolos empleados en las ecuaciones con cantidades físicas mensurables“.
La diferencia entre el trabajo de estas dos mentes no podría haberse expresado mejor.
Pero es aquí donde surge la gran incertidumbre de la humana comprensión. Porque estas dos mentes nunca pueden entenderse de ordinario entre si. Hay entre ellas una diferencia de velocidad demasiado considerable. Del modo como es imposible que se comuniquen un peón que se afana al lado del camino con una carga de leña y una automóvil que cruza velozmente a ochenta millas por hora, debido a la diferencia de velocidad, así es de ordinario imposible la comunicación entre la mente lógica y una mente superior, por la misma razón. A la mente lógica las huellas dejadas por la mente superior parecerán arbitrarias, supersticiosas, ilógicas, no probadas. Para la mente superior, el trabajo de la mente lógica parecerá pesado, innecesario y olvidado del asunto fundamental
De modo ordinario esta dificultad se subsana manteniendo separados estos dos métodos, a los que se les da diferentes nombres y campos de acción diferentes. Los libros de religión o los de matemáticas superiores, que tratan de leyes y principios, abstienen de emplear el método inductivo. Los de ciencia, que tratan de acumulaciones de hechos observados, se abstienen de presumir leyes por adelantado. Y como son gentes diferentes quienes escriben y leen los libros de una u otra clase, o las mismas gentes leen de ambas clases pero con partes bastantes separadas de su mente, se arreglan estos dos métodos para existir juntos sin demasiadas fricciones entre si.
Empero, en el presente libro se emplean simultáneamente ambos métodos. Determinados grandes principios y leyes del universo, que se encontraron su expresión en diferentes países y en todas las edades, y que de tiempo en tiempo, son redescubiertos por hombres individuales a través del trabajo momentáneo de una función superior, reciben franco crédito. De éstos se hacen deducciones que descienden al mundo fenoménico ordinariamente accesible a nosotros, principalmente por medio del método analógico. Al mismo tiempo, se hace un intento para estudiar y clasificar los hechos y fenómenos que nos rodean y, por inferencia, ordenarlos de modo que las clasificaciones conduzcan en ascenso hacia las leyes abstractas que descienden, a su vez, desde arriba.
De hecho –por la razón precedente, que deriva de las diferentes funciones con velocidades ampliamente diferentes— nunca se encuentran los dos métodos. Entre las deducciones admisibles de las leyes generales y las inferencia admisibles de los hechos, queda siempre una zona invisible, donde ambas debieran y deben unirse, pero en la que tal unión Continúa siempre improbada y sin verse.
Por estas razones, el autor estará preparado a admitir que el plan del presente libro —que procura reconciliar los dos métodos— es irrealizable. Se da cuenta cabalmente que una tentativa de esta clase en vuelve inevitablemente una especie de juego de manos, casi una trampa. Y, también, se da cuenta de que este malabarismo no engaña en forma alguna al científico profesional, exclusivamente ligado al método lógico.
Al mismo tiempo está convencido, por una parte, de que la ciencia de la actualidad, sin principios, se encamina hacia una especulación y un materialismo cada vez más obtusos; y, por otra, que los principios religiosos o filosóficos, sin coordinarse con el conocimiento científico que caracteriza a nuestra edad, pueden por hoy sólo concitar el interés de una minoría. Esta convicción le persuade a asumir el riesgo. Quienes utilizan el método lógico exclusivamente, jamás estarán satisfechos con los argumentos brindados; los cuales —admitámoslo— adolecen de vacíos y tachas lógicos. Por otro lado, para quienes están dispuestos a aceptar ambos métodos, esperamos presentar pruebas suficientes que hagan posible que cada lector intente salvar la brecha entre el mundo de los hechos cuotidianos y- el de las grandes leyes — por sí mismo.
Tarea no es ésta que pueda jamás realizarse en un libro cualquiera, ni sería el mayor número de hechos o mayor suma de c tos, de ordinario disponibles a la ciencia sea en el presente o en el futuro, los que pudieran hacerla posible. Más, con ayuda y esfuerzo, pueden realizarse por cada individuo a su propia satisfacción.
Entretanto, respecto al hombre ordinario interesado en su propio destino pero no especialmente en la ciencia, puede decirse solamente, con examen más cuidadoso, que tal vez encontrará que este libro no es tan ‘científico’ como a primera vista parece. El lenguaje científico es el de moda, es la lengua obligatoria hoy en día, así como el lenguaje de la psicología era el de moda hace unos treinta años, el lenguaje pasional el de moda en los tiempos isabelinos y el lenguaje de la religión era el de moda en la Edad Media. Cuando la gente es inducida a comprar pasta dental o cigarrillos mediante argumentos y explicaciones pseudocientificas, evidentemente corresponde esto en alguna forma a la mentalidad de la época. Luego las verdades deben, también expresarse científicamente.
Al mismo tiempo, no se sugiere con esto que el lenguaje científico empleado es una desfiguración, una simulación o una falsificación. Las explicaciones que se dan, hasta donde ha sido posible verificarlas, son correctas y corresponden a la realidad de los hechos. Lo que se afirma es que los principios utilizados con igual corrección podrían aplicarse a cualesquiera otras formas de la experiencia humana, con resultados de igual o mayor interés. Y que son estos principios los importantes, más bien que las ciencias a las que se los aplica.
“El desarrollo de la luz”: Rodney Collin